Ya habían pasado 5 años desde que había llegado a Cutivireni. Cinco años de retos, aventuras, alegrías, riesgos y aprendizajes. Pero lo que no sabía era que la mayor lección sobre la vida, en general, aún me aguardaba.
Mi despedida no fue casual o antojada. Tenía mucho cansancio y había dejado la universidad para hacerme ciudadano, para hacerme hombre, para tratar de ser humano en un mundo que se caía a pedazos entre coches bomba, matanzas y abusos. Habían pasado 4 años desde mi encuentro con Sendero Luminoso, justo en un ataque a Cutivireni, nuestra comunidad base. Desde esas épocas habíamos hecho muchos amigos entre los asháninka y, aunque fingiéramos que no, también habíamos hecho muchos enemigos. La despedida comenzó unas semanas antes de ese ingreso a Cutivireni. ACPC, la ONG con la que trabajaba, manejaba un proyecto de producción comercial de Uña de Gato, la famosa planta medicinal que se decía ayudaba a curar el cáncer y otras tantas enfermedades. David, mi hermano y compañero de campo, en ese orden, y yo, habíamos trabajado con ese proyecto por años, mientras tratábamos de encontrar una actividad que ayudara económicamente a los indígenas. Con años de esfuerzo, el negocio empezaba a prosperar y las cortezas de la planta salían cada mes hacia Lima, a cambio de un pago que ayudaba a suplir las necesidades de las familias participantes. La uña de gato o samento era, en ese momento, el único producto local que podía generar ingresos para los asháninka, con precios superiores al cacao, que competía en precio con la madera y era la única alternativa legal al cultivo de coca, que nuevamente se extendía en el valle del Ene. El narcotráfico crecía una vez más, ahora patrocinado por la cooperación internacional, llevada allí por el gobierno de Fujimori. El Ejercito, a través de la base Los Natalios en Satipo, custodiaba el valle del Ene, y éramos todos en Satipo y las comunidades, testigos de la alianza terrible del Estado y el narcotráfico. Eran los tiempos en que el concepto VRAEM, empezaba a gestarse, fruto de la imaginación afiebrada de los tecnócratas sabiondos importados que diseñaban el desarrollo alternativo para esa zona del país. En ACPC, sabíamos lo que pasaba. Lo denunciamos. Le contamos la historia a la mismísima dirección de USAID en Lima. Se lo dijimos a la cúpula del Ejército. Se lo dijimos a alcaldes y políticos. Solo una persona, el Comandante Romero, acogió nuestros relatos en su oficina de Petit Thouars en Lima. Y nos ayudó. Durante más de un año, pasamos tranquilos los controles del Ejército en el campo. Pudimos ingresar sin permisos especiales a Cutivireni y las donaciones que llevábamos para los enfermos y heridos ya no eran retenidas “para inspección” y no sufrimos más robos. Era inicios de 1996 y Romero, junto con un grupo importante de oficiales, fue dado de baja. A los pocos días, hicimos como siempre nuestro trámite para poder volar a Cutivireni, una rutina que habíamos seguido religiosamente por años. Al ir a recoger nuestra carta sellada a Los Natalios, un oficial de inteligencia, cuyo apelativo era “Delfín” nos dijo con un tono sarcástico: “oigan ustedes, acá esta su carta, pero deben elegir su bando. Si no están con nosotros, son el enemigo… y al enemigo, se le aniquila”. Creímos que era solo una bravata más de Delfín. Ya lo conocíamos, era el típico galán de pollada, el matón del salón. Pero esta vez, nos equivocamos. El Ejercito incautó uno de los cargamentos de uña de gato de Cutivireni. El mismo jefe de la base, el Comandante Venegas, fue con una patrulla al aeródromo de Satipo a requisarlo. ACPC denunció el hecho, y aunque la prensa limeña no hizo eco de la denuncia, una breve mención en la Revista Caretas encendió la cólera del jefe de base, al que apodaban el Comandante Poeta por sus románticos discursos públicos. En la tarde, los asháninka que estaban en Satipo acudieron a la base y luego de una reprimenda absurda, en la que casi los sindican como conspiradores contra el Ejército, pudieron retirar sus productos. Juntos celebramos el hecho y apuntamos en nuestras memorias una nueva historia para reírnos en alguna borrachera. Aquella noche, luego de despedir a mis amigos, cenaba en el Dragón Rojo, como casi cada noche. Al salir, dos soldados se me acercaron y me pidieron con voz áspera que los acompañara. Le hice un gesto a Elena, la dueña del restaurante para que notara lo que ocurría. Su esposo, un cholo recio y fornido, me miró con angustia. Subí a la tolva de la camioneta y flanqueado por los soldados, enrrumbamos hacia la base Los Natalios. No pasaron ni dos minutos, alejados del centro de Satipo, cuando los soldados forcejearon conmigo, me obligaron a acostarme en el piso de la tolva y pusieron sus fusiles apuntando a mi cabeza y espalda. “tranquilo, mierda”… “carajo, no te muevas”… Llegué a la base golpeado y muy asustado. El corazón a mil, agonizando del susto. El Comandante Poeta me esperaba en una sala amplia con una silla, en la que me obligaron a sentarme esposado. Me dejaron solo. Sin palabras, sin golpes. Solo. Afuera los soldados, apenas adolescentes la mayoría, recitaban su libreto “van a matarlo ahora…”, “eso pasa a los traidores…”, “el comandante está molestísimo…”, “han dicho que colaboran con los tucos…”, “comunistas han de ser...” Todas esas frases cada cierto tiempo se repetían afuera, cerca a la puerta, sin que pudiera ver quienes hablaban o si coordinaban los diálogos. Fueron dos o tres horas. No lo recuerdo. Eran casi las 12 de la noche. Lo supe al mirar el reloj del Comandante, quien acompañado por Delfín, entró a la sala, ordenó que me quitaran las esposas y con el rostro inexpresivo me dijo: “Señor Brehaut, mil disculpas por el inconveniente. Ha habido un error. Puede Usted retirarse”. La Base Militar estaba a unos 6 kilómetros de Satipo, y el único camino era una pista afirmada, sin iluminación. Ese tramo de la vía era famoso por los asaltos y los cadáveres que aparecían, víctimas de presuntos robos o quizá, algo que se decía en voz baja, víctimas de la guerra sucia que agentes de inteligencia militar habían iniciado contra sospechosos de terrorismo. Transitarla de noche era casi una sentencia, pero era eso o ¿qué? Delfín me acompañó con una sonrisa estúpida hasta el límite de la base; “camina con cuidado colora´o”, fue su despedida. Avancé unos metros acercándome a la oscuridad. Me cagaba de miedo. Mas que en la base, más que en la camioneta, más que en el ataque de Sendero. Tenía un miedo tan intenso que no recuerdo pesadillas más terribles que mis temores de aquella noche. De pronto, a lo lejos, se acercaba una luz, la luz de un carro. En medio de la noche, el último colectivo de Mazamari a Satipo pasó por la ruta. Se paró a unos metros de donde estaba parado y el chofer amablemente me invitó a subir. “jovencito, acá ni las almas caminan, suba que mas tarde disparan”. Casi llorando del alivio, regresé a Satipo. Al día siguiente, hablé con Lima, les conté a mis compañeros lo que había pasado. Les dije que no podía seguir. Me habían quebrado. Dos días después, estaba en Cutivireni, despidiéndome de la gente. César Bustamante, mi primer amigo asháninka, el que me dio ayahuasca y con quien caminábamos por la selva, sabía que esa era mi última entrada. La noche antes de partir, tomamos masato alegremente y recordamos nuestras vivencias. Era para mí, una necesaria pero dolorosa partida. Por la mañana, minutos antes de bajar a la pista de aterrizaje para esperar a la avioneta, César me invitaba un nuevo trago de masato. Nos reímos de nuevo, abracé a César. El me miró y me dijo:
No supe que decir. La avioneta zumbaba a lo lejos. Era hora de partir. Las palabras de César me habían dejado desarmado. Sin palabras. Conteniendo el llanto. Sin argumentos. Abracé a César, sonreí y bebí un sorbo más de masato. En la avioneta, y hasta hoy, las palabras de César siguen teniendo ese efecto devastador en mí. Aprendí mucho en mis primeros años con los asháninka. Aprendí de la vida y la muerte. Del dolor y la alegría, aprendí de la amistad. Pero sobre todo aprendí que, ante la crudeza y la maldad del ser humano, no solo hay que resistir, hay que revelarse. Este sería un mundo mejor si transformáramos ese asco en gentileza, empatía y comprensión.
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Sobre miSoy Ivan Brehaut, o solo Ivan. Soy un apasionado de las artes y las ciencias naturales. Estudié ciencias forestales y ahora estudio periodismo y fotografía. Tengo dos hijos y una hermosa esposa. Viajero, lector y enamorado. Loco con certificado médico. Archives
Abril 2020
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