Hace unos días se mudó una pareja nueva al edificio. Una señora mayor de gesto adusto que con dificultad subía las escaleras, ayudada por su hija, de unos 50 años. Paola, a diferencia de su mamá, sonreía y apuraba cargando bolsas y bultos. Su rostro era amable y se deshizo en elogios para mi hija, quien traía un diploma y un premio de un concurso escolar.
Anteanoche, la primera noche de ellas en el edificio, algo anduvo mal. Muy mal. Los gritos nocturnos, como a las dos de la mañana, no se quedaban en el departamento de las vecinas. Mi esposa y yo, preocupados por si hubiera alguna emergencia, tocamos el timbre de los vecinos y teníamos el número del Serenazgo a la mano. Uno nunca sabe que puede ocurrir en una ciudad insegura como Lima. Paola, con la voz ronca al otro lado de la puerta, nos dijo que su mamá tenía pesadillas. Al bajar las escaleras la oímos reprender a su mamá, callándola y con un tono colérico en la voz. Por la mañana, una vecina curiosa nos toco la puerta temprano, preguntando por el lío nocturno. Nos habló que desde la tarde Paola peleaba con su mamá, la insultaba y maltrataba, enfatizando la crueldad de la hija sobre la anciana. Nos contó que la dueña era la madre y que la hija, desempleada, no tenía más que cuidarla o irse a la calle. "Ni marido tiene, con ese carácter no habrá hombre que la aguante". Nos quedamos sorprendidos por la historia y por las habilidades casi literarias de la vecina. La siguiente noche los gritos no se acallaron. Yo que tengo el sueño ligero no podía dormir. Cada queja de la doña era un martillo en mi cabeza, que se debatía entre subir a apoyar o llamar de una vez a la policia. De pronto, el grito de ¡auxilio, me quiere matar!, salido de entre los sollozos de la anciana, me terminó de crispar. Llamamos a la policia, que extrañamente llegó en pocos minutos. Le abrimos la puerta del edificio y nos metimos a nuestro departamento a cobijar a nuestros niños, despiertos por el ajetreo. Pasaron unos minutos. Escuchamos un nuevo grito. Pasos en la escalera, voces confusas, Ivonne diciendo !no la jale!, y luego silencio. Hoy por la mañana, la vecina curiosa fue de nuevo a nuestro departamento, a contarnos su versión de los hechos. Reiteró la crueldad del maltrato a la anciana, y lo bueno de haber llamado a la policia. Nos enteramos que ella los había llamado media hora antes. La vecina orgullosa decía que habíamos evitado un feminicidio. En eso, Paola, con el rostro desencajado entró al edificio. Llevaba una bolsa con ropa de la anciana en la mano. Nosotros con la cara de susto vimos como venía hacia nosotros. La vecina, lista para lanzarse al cuello de Paola, tensaba el cuerpo. “Buenos días vecinos, vengo a pedirles disculpas”, inició ella. Y con un gesto de vergüenza nos agradeció haber llamado a la Policia, ya que sin su ayuda, su mamá no habría sido internada. Paola nos contó su tragedia, cuidar a su mamá con Alzheimer, quien pasaba por episodios violentos y de rebeldía, mientras su memoria se desvanecía. Secó una lagrima antes de que ruede por su rostro, nos agradeció de nuevo y subió a su departamento. La vecina del tercer piso, esperó hasta escuchar la puerta cerrarse y nos dijo. “No le creo, aquí hay un cuento”. Se despidió con rapidez y salió del edificio. Hace unas horas, una ambulancia llegó al edificio. Una mujer parecida a Paola ayudaba a la anciana a subir las escaleras mientras que un joven repasaba las dosis de unas pastillas para la doña. Ivonne sollozaba mientras veía a su madre subir a duras penas la escalera. Muchos no sabemos del dolor de ver a una madre desvanecerse delante suyo, verla despertar y que no te conozca. Rechazar a sus hijos, oírla gritar que solo quieren dañarla. Millones de personas en el mundo pasamos por enfermedades mentales, y los familiares, víctimas también como Paola, son objeto de acoso e incomprensión. Qué difícil ponerse en sus zapatos. Que abandonada está la salud mental.
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La pandemia del COVID 19 está cambiando el mundo, pero algunas cosas no cambian. Más bien, reaparecen con más fuerza, enrostrándonos décadas de abandono y desidia. Esa es la situación de los pueblos indígenas.
A pesar de algunos cambios positivos, la realidad de la población rural en el Perú, no ha cambiado mucho. Con servicios públicos precarios, sin presupuesto ni prioridad en la agenda de los políticos de siempre, el contexto de la pandemia desnuda una vez más la realidad. Y en Ucayali, como otras partes de la amazonía y el mundo rural peruano, las carencias son ahora el factor de riesgo más importante ante la amenaza del virus. Ucayali tiene más de 456 comunidades nativas y la población indígena que vive en comunidades, caseríos y en las ciudades supera las 60 mil personas. Además, Ucayali es una de las regiones con la mayor población estimada de indígenas en aislamiento y en contacto inicial, particularmente vulnerables a cualquier tipo de enfermedad foránea, para quienes un resfriado común es causa de muerte. Al momento, la situación en las fronteras de Ucayali con Brasil, donde habitan miles de compatriotas indígenas amazónicos, es muy preocupante. Dos distritos colindantes con Brasil son de especial atención. Purús, tiene 54 comunidades nativas con casi 3000 habitantes, sin contar con la población mestiza que habita en Puerto Esperanza, la capital del distrito. Purús es solo accesible vía aérea desde Pucallpa, y se vincula cotidianamente con Santa Rosa, un poblado brasileño con gran actividad comercial. Por su parte, Yurúa es un distrito que cuenta con 23 comunidades nativas y casi 1400 indígenas habitando en ellas. Desde hace tiempo, los pobladores de Yurúa vienen denunciando el ingreso de taladores y cazadores furtivos desde Brasil, que incluso han llegado a impedir el tránsito de indígenas peruanos por el territorio nacional, con el fin de acaparar valiosos recursos peruanos. Ambos distritos, Yurúa y Purús, son considerados como Áreas Críticas de Frontera, pero aun así están en la cola de la atención estatal. Ambos distritos tienen severos problemas, agravados en el contexto de la pandemia: el precario equipamiento de los puestos de salud y el desabastecimiento de productos de primera necesidad. Este último factor juega en contra del aislamiento indispensable por la amenaza del Covid 19. Aunque el aislamiento de estas zonas del país juega a favor de la población indígena, los pocos envíos semanales de carga desde Pucallpa llevan consigo la posibilidad de introducir el virus en la población de estas fronteras. Pucallpa es la capital de la región, donde ya se han reportado casos del COVID 19 y donde las medidas de aislamiento no están siendo acatadas por un grupo importante de la población. Por otro lado, el desabastecimiento de productos motiva a que la población recurra a las ciudades brasileñas, donde ya se están reportando casos sospechosos del virus. Adicionalmente a ello, por lo menos en Yurúa, pobladores brasileños están ingresando al Perú, algunos para comerciar sus productos y otros, para alejarse de la amenaza del virus. En Purús, el control fronterizo se dificulta por la carencia de recursos para el patrullaje por parte de las FFAA y policiales. Las mascarillas y otros implementos básicos de seguridad están contados y la mayoría solo a disposición del personal de salud. Así, la amenaza de ingreso del virus desde Brasil podría ser inminente y trágica. Ante esta situación y con el temor de que se repitan las muertes causadas por la epidemia del cólera, ocurrida en los 90, la población indígena empieza a tomar precauciones. Con las primeras alertas, algunos se retiran a sus chacras alejadas de los poblados principales y esperarán noticias. Otros, se organizan para defender sus fronteras, los caminos de acceso y sus puertos, ante la posible llegada de foráneos que puedan traer el virus, sin más protección que la distancia que puedan mantener con los visitantes indeseados. Sin embargo, un grupo importante no ha recibido información, no sabe realmente lo que ocurre y esa carencia de información puede ser la clave de una tragedia para ellos y sus vecinos. Las barreras del idioma, la distancia, la carencia de radiofonía, la telefonía celular intermitente y casi siempre inexistente juegan en contra de las comunidades. Desde Puerto Esperanza, Sepahua y Puerto Breu, los mensajes salen hacia las comunidades a través de radios municipales o de emisoras religiosas. Nadie sabe realmente hasta donde llegan los mensajes y quienes alcanzan a escucharlos. Hasta el 10 de abril, de acuerdo a los reportes del Ministerio de Economía (MEF), los fondos destinados a atender la emergencia sanitaria no se están usando completamente. Según el reporte del MEF, tanto Yurúa como Purús están entre los distritos de menor ejecución presupuestal con el 24% y el 50.7%, respectivamente. Sin el equipamiento necesario, con escasos recursos humanos y con las limitaciones evidentes, las dificultades para enfrentar la pandemia se agigantan ante un sistema de salud endeble. Nuevos grupos de voluntarios, algunos autoconvocados y otros coordinados por funcionarios como el Gerente de Desarrollo de Pueblos Indígenas de Ucayali, tratan de ganar tiempo, apuntalando como pueden la débil estrategia estatal esbozada para los pueblos indígenas. En Loreto, similarmente, se unen las organizaciones indígenas y sus aliados, trabajando con el Estado para ganar esta batalla contra un virus que no conoce de etnias ni fronteras. En los siguientes días, el esfuerzo de estos grupos pasará la prueba ácida, tratando de concretar acciones en el campo, apoyando a la población y a sus autoridades en su lucha contra el COVID 19. Desde nuestra humilde trinchera, seguiremos apoyando y esforzándonos por llevar el apoyo a las comunidades nativas a las cuales nos debemos. Esperamos que esta emergencia realmente marque, como parece, el punto de inflexión que se requiere para tener una mirada diferente del país, y dejar de lado la mirada egoísta sobre el otro, sobre el próximo, sobre el prójimo. Que podamos vencer la pandemia del abandono y la indiferencia. Ya habían pasado 5 años desde que había llegado a Cutivireni. Cinco años de retos, aventuras, alegrías, riesgos y aprendizajes. Pero lo que no sabía era que la mayor lección sobre la vida, en general, aún me aguardaba.
Mi despedida no fue casual o antojada. Tenía mucho cansancio y había dejado la universidad para hacerme ciudadano, para hacerme hombre, para tratar de ser humano en un mundo que se caía a pedazos entre coches bomba, matanzas y abusos. Habían pasado 4 años desde mi encuentro con Sendero Luminoso, justo en un ataque a Cutivireni, nuestra comunidad base. Desde esas épocas habíamos hecho muchos amigos entre los asháninka y, aunque fingiéramos que no, también habíamos hecho muchos enemigos. La despedida comenzó unas semanas antes de ese ingreso a Cutivireni. ACPC, la ONG con la que trabajaba, manejaba un proyecto de producción comercial de Uña de Gato, la famosa planta medicinal que se decía ayudaba a curar el cáncer y otras tantas enfermedades. David, mi hermano y compañero de campo, en ese orden, y yo, habíamos trabajado con ese proyecto por años, mientras tratábamos de encontrar una actividad que ayudara económicamente a los indígenas. Con años de esfuerzo, el negocio empezaba a prosperar y las cortezas de la planta salían cada mes hacia Lima, a cambio de un pago que ayudaba a suplir las necesidades de las familias participantes. La uña de gato o samento era, en ese momento, el único producto local que podía generar ingresos para los asháninka, con precios superiores al cacao, que competía en precio con la madera y era la única alternativa legal al cultivo de coca, que nuevamente se extendía en el valle del Ene. El narcotráfico crecía una vez más, ahora patrocinado por la cooperación internacional, llevada allí por el gobierno de Fujimori. El Ejercito, a través de la base Los Natalios en Satipo, custodiaba el valle del Ene, y éramos todos en Satipo y las comunidades, testigos de la alianza terrible del Estado y el narcotráfico. Eran los tiempos en que el concepto VRAEM, empezaba a gestarse, fruto de la imaginación afiebrada de los tecnócratas sabiondos importados que diseñaban el desarrollo alternativo para esa zona del país. En ACPC, sabíamos lo que pasaba. Lo denunciamos. Le contamos la historia a la mismísima dirección de USAID en Lima. Se lo dijimos a la cúpula del Ejército. Se lo dijimos a alcaldes y políticos. Solo una persona, el Comandante Romero, acogió nuestros relatos en su oficina de Petit Thouars en Lima. Y nos ayudó. Durante más de un año, pasamos tranquilos los controles del Ejército en el campo. Pudimos ingresar sin permisos especiales a Cutivireni y las donaciones que llevábamos para los enfermos y heridos ya no eran retenidas “para inspección” y no sufrimos más robos. Era inicios de 1996 y Romero, junto con un grupo importante de oficiales, fue dado de baja. A los pocos días, hicimos como siempre nuestro trámite para poder volar a Cutivireni, una rutina que habíamos seguido religiosamente por años. Al ir a recoger nuestra carta sellada a Los Natalios, un oficial de inteligencia, cuyo apelativo era “Delfín” nos dijo con un tono sarcástico: “oigan ustedes, acá esta su carta, pero deben elegir su bando. Si no están con nosotros, son el enemigo… y al enemigo, se le aniquila”. Creímos que era solo una bravata más de Delfín. Ya lo conocíamos, era el típico galán de pollada, el matón del salón. Pero esta vez, nos equivocamos. El Ejercito incautó uno de los cargamentos de uña de gato de Cutivireni. El mismo jefe de la base, el Comandante Venegas, fue con una patrulla al aeródromo de Satipo a requisarlo. ACPC denunció el hecho, y aunque la prensa limeña no hizo eco de la denuncia, una breve mención en la Revista Caretas encendió la cólera del jefe de base, al que apodaban el Comandante Poeta por sus románticos discursos públicos. En la tarde, los asháninka que estaban en Satipo acudieron a la base y luego de una reprimenda absurda, en la que casi los sindican como conspiradores contra el Ejército, pudieron retirar sus productos. Juntos celebramos el hecho y apuntamos en nuestras memorias una nueva historia para reírnos en alguna borrachera. Aquella noche, luego de despedir a mis amigos, cenaba en el Dragón Rojo, como casi cada noche. Al salir, dos soldados se me acercaron y me pidieron con voz áspera que los acompañara. Le hice un gesto a Elena, la dueña del restaurante para que notara lo que ocurría. Su esposo, un cholo recio y fornido, me miró con angustia. Subí a la tolva de la camioneta y flanqueado por los soldados, enrrumbamos hacia la base Los Natalios. No pasaron ni dos minutos, alejados del centro de Satipo, cuando los soldados forcejearon conmigo, me obligaron a acostarme en el piso de la tolva y pusieron sus fusiles apuntando a mi cabeza y espalda. “tranquilo, mierda”… “carajo, no te muevas”… Llegué a la base golpeado y muy asustado. El corazón a mil, agonizando del susto. El Comandante Poeta me esperaba en una sala amplia con una silla, en la que me obligaron a sentarme esposado. Me dejaron solo. Sin palabras, sin golpes. Solo. Afuera los soldados, apenas adolescentes la mayoría, recitaban su libreto “van a matarlo ahora…”, “eso pasa a los traidores…”, “el comandante está molestísimo…”, “han dicho que colaboran con los tucos…”, “comunistas han de ser...” Todas esas frases cada cierto tiempo se repetían afuera, cerca a la puerta, sin que pudiera ver quienes hablaban o si coordinaban los diálogos. Fueron dos o tres horas. No lo recuerdo. Eran casi las 12 de la noche. Lo supe al mirar el reloj del Comandante, quien acompañado por Delfín, entró a la sala, ordenó que me quitaran las esposas y con el rostro inexpresivo me dijo: “Señor Brehaut, mil disculpas por el inconveniente. Ha habido un error. Puede Usted retirarse”. La Base Militar estaba a unos 6 kilómetros de Satipo, y el único camino era una pista afirmada, sin iluminación. Ese tramo de la vía era famoso por los asaltos y los cadáveres que aparecían, víctimas de presuntos robos o quizá, algo que se decía en voz baja, víctimas de la guerra sucia que agentes de inteligencia militar habían iniciado contra sospechosos de terrorismo. Transitarla de noche era casi una sentencia, pero era eso o ¿qué? Delfín me acompañó con una sonrisa estúpida hasta el límite de la base; “camina con cuidado colora´o”, fue su despedida. Avancé unos metros acercándome a la oscuridad. Me cagaba de miedo. Mas que en la base, más que en la camioneta, más que en el ataque de Sendero. Tenía un miedo tan intenso que no recuerdo pesadillas más terribles que mis temores de aquella noche. De pronto, a lo lejos, se acercaba una luz, la luz de un carro. En medio de la noche, el último colectivo de Mazamari a Satipo pasó por la ruta. Se paró a unos metros de donde estaba parado y el chofer amablemente me invitó a subir. “jovencito, acá ni las almas caminan, suba que mas tarde disparan”. Casi llorando del alivio, regresé a Satipo. Al día siguiente, hablé con Lima, les conté a mis compañeros lo que había pasado. Les dije que no podía seguir. Me habían quebrado. Dos días después, estaba en Cutivireni, despidiéndome de la gente. César Bustamante, mi primer amigo asháninka, el que me dio ayahuasca y con quien caminábamos por la selva, sabía que esa era mi última entrada. La noche antes de partir, tomamos masato alegremente y recordamos nuestras vivencias. Era para mí, una necesaria pero dolorosa partida. Por la mañana, minutos antes de bajar a la pista de aterrizaje para esperar a la avioneta, César me invitaba un nuevo trago de masato. Nos reímos de nuevo, abracé a César. El me miró y me dijo:
No supe que decir. La avioneta zumbaba a lo lejos. Era hora de partir. Las palabras de César me habían dejado desarmado. Sin palabras. Conteniendo el llanto. Sin argumentos. Abracé a César, sonreí y bebí un sorbo más de masato. En la avioneta, y hasta hoy, las palabras de César siguen teniendo ese efecto devastador en mí. Aprendí mucho en mis primeros años con los asháninka. Aprendí de la vida y la muerte. Del dolor y la alegría, aprendí de la amistad. Pero sobre todo aprendí que, ante la crudeza y la maldad del ser humano, no solo hay que resistir, hay que revelarse. Este sería un mundo mejor si transformáramos ese asco en gentileza, empatía y comprensión. Los viajes de campo siempre te enseñan sobre tu carrera, pero aprender sobre el miedo a perder la vida era algo que ninguno de nosotros esperaba enfrentar. Eran los 90 y los estudiantes de ciencias forestales de la Universidad Agraria salíamos a campo para repasar las enseñanzas en compañía de nuestros profesores. Aquel verano Kike, Cayo, Fanny, Frida, Chío, Lucho, César, Moisés, Rosa y yo, fuimos elegidos para acompañar a Benjamín, un experimentado ingeniero forestal, a desarrollar una guía y poner en práctica todo lo aprendido.
El viaje a campo a Dantas, la estación de investigación de la Universidad, yendo en vuelo a Pucallpa y luego en bote a Puerto Inca y Yuyapichis fue toda una experiencia. El río Pachitea, los caseríos ribereños, las aves, el bosque… ese intenso olor a húmedo y a selva. Todos nosotros, estudiantes de segundo y tercer año ya habíamos estado en la selva antes y traíamos con nosotros pequeños trucos de supervivencia, hazañas personales y nuestra colección de chistes, cuentos y anécdotas. Las bromas, los misterios, el repaso de las clases de botánica y dendrología -la ciencia de identificar árboles- y la inevitable imitación del profesor Lao, eterno profesor de la materia, fueron parte del viaje. Una vez en la Estación Dantas y organizado el trabajo, los materos, nuestros guías y maestros en identificación de árboles, eran ahora nuestros profesores en esa inagotable aula verde. Cada día, a las 5 de la mañana todos al comedor. Una dama venida de Pozuzo, a quien apodamos “la Tía Husein” por su gesto adusto, nos preparaba el rancho, y luego de un poderoso desayuno, salíamos a caminar por las trochas a tratar de descifrar el bosque. Los días y las semanas pasaban, pero no había aburrimiento. La rutina de sudor y calor, olor a barro y a lluvia, las botas negras cargadas de barro en la suela y las largas caminatas eran compañeras diarias al caminar entre árboles centenarios. Los árboles del bosque, con sus cortezas grises y sus ramas como brazos de gigantes se elevaban hacia el cielo, a veces azul y brillante, en ocasiones oscuro y lluvioso. Dos cosas eran notables en Dantas. La primera era que la abundancia de serpientes nos volvió muy prudentes. A diario, encontrábamos al menos dos en las trochas las cuales, debo confesar, acababan siendo cueros frescos, listos para convertirse en piezas de artesanía. Lo segundo eran la abundancia de tragos y cerveza. Yo era un bebedor ocasional y sin experiencia, pero mis compañeros eran de otro lote. Yo venía con una gastritis prematura y la recomendación de no tomar alcohol por los dolores y el malestar tremendo que me causaba. Lleno de pastillas y excusas inaceptables para jóvenes forestales, además de una antipatía que me brotaba naturalmente, era un pequeño bicho raro en el grupo. Sin embargo, ese verano algo lo cambio todo. Cigarrito, el más capo de los materos, se percató una tarde que yo no jugaba fulbito y que encima, a la hora de las cervezas para celebrar al ganador, yo apenas participaba. Me encaró directo, sincero, sin anestesia: “Ivan, porque no tomas con nosotros, no te quieres juntar con nosotros, qué te pasa”. Con mi discurso sobre la gastritis y sus consecuencias, le intenté explicar mi situación. Cigarrito, cuyo verdadero nombre era Arnaldo, me dijo esa tarde “yo te voy a dar algo para curarte”. Sin más explicación, me llevó a su casa, a unos 200 metros de la estación y sacó de algún lugar una botella con un líquido oscuro y turbio: “toma, te va a curar”. El brebaje caía en un vaso de vidrio corriente, de esos antiguos. Con cositas que flotaban y un olor entre dulcete y astringente, el primer trago reafirmó mi impresión. El segundo trago, que sentí más fuerte que el anterior, bajó hacia mis tripas como quien arroja gasolina al fuego. Cigarrito no iba a dejarme abandonar la terapia y entre risas y cuentos de la selva, me acompañó con los tragos. Unas botellas más tarde, ya había iniciado mi camino hacia los licores selváticos. Esa noche, escuché del runamula, del shapichico, las historias de las formidables hormigas isulas y todos los cuentos de los estudiantes que por años habían visitado Dantas. Ya como a las 8 de la noche, los demás compañeros, extrañados por mi ausencia, salieron a buscarme y, al encontrarme en pleno tratamiento gástrico, se solidarizaron con la terapia que se prolongó hasta la 1 de la madrugada. Un domingo de esos meses lluviosos que estuvimos en Dantas, nos extrañó mucho oír a la distancia el ir y venir de aviones. Entre las copas de los árboles, apenas pudimos distinguir la silueta de un avión militar. Iban y venían y los escuchamos como unas dos horas. Al retorno, un día tranquilo y sin lluvia, la caminata fue agradable, con las piernas y pulmones ya acostumbrados al ritmo del campo. El miércoles que siguió, la rutina no había cambiado en nada. El desayuno contundente, la risa de los amigos, el calor, la lluvia y las cervezas de la tarde. Pero ese miércoles a las 7 de la noche algo rompió la calma. Una ráfaga de metralleta cayó los sonidos de las aves y nos recordó que el país se desangraba. La guerra con el terrorismo nos había alcanzado allí, en nuestra burbuja académica y amistosa. Una columna del MRTA invadió la estación y nos tomó como rehenes. Llevados al comedor, todos sin excepción tuvimos que pasar por una charla de concientización e identificarnos ante nuestros captores. Mi apellido, raro de por sí, despertó sospechas. “Ud es peruano…?” “Sí“, contesté con firmeza. El terrorista, con dicción y modales de una persona educada, intentó hablarme en jerga y luego muy rápido. “Compañero, soy chalaco, de los barracones, del pueblo como tú. Que culpa tengo que el huevón de mi bisabuelo se haya venido a enamorar y a morir en el Perú…” “Son jóvenes y estudiantes, hijos del pueblo. No vamos a atentar contra su vida, ni la de nadie” fueron las palabras con las que iniciaron su charla. Los terroristas estaban vestidos de negro, portaban armas de guerra y ocultaban su rostro tras pañuelos. Sus botas de goma embarradas y gastadas contaban elocuentes sus largas caminatas. Nos contaron que aquel domingo, el ejército había bombardeado un caserío por donde ellos pasaron. Ellos no se escondían allí, estaban en el bosque, pero el bombardeo acabó con todas las casas y mató a gran parte de los pobladores. Los sobrevivientes, víctimas inocentes del hecho, ahora habían decidido unirse a la guerra, para vengar a sus parientes. Esa era su cólera y su necesidad de refugio. Fue una noche larga. No podíamos ni ir a los baños fuera de los dormitorios. Cualquier movimiento provocaba disparos al aire de los vigías. Incluso al hablar bajito en nuestros cuartos escuchábamos el grito de algún vigía callándonos, cuando no, un disparo de advertencia. Nos pidieron mapas, medicinas y comida. Benja y Moisés, estuvieron charlando aparte y pidieron permiso para que al día siguiente, como estudiantes, nos permitieran seguir trabajando. El terrorista educado, oculto como todos detrás de un pañuelo verde que le cubría el rostro, accedió. Por la mañana, la rutina se repitió. Benja nos pidió a todos que cargáramos nuestros documentos y salgamos como siempre. Esta vez no fuimos por las trochas, sino por la carretera. Caminamos unos 60 metros. Llevábamos equipo de topografía que nunca habíamos usado antes. De pronto, Benja nos dio una señal y en la curva, punto ciego para los vigías del MRTA, nos ordenó correr hacia el bosque. Él había planeado nuestro escape. Corrimos todo lo que las piernas y pulmones nos permitían, fueron horas y horas de caminata, trote, tropiezo y carrera. Cada momento de respiro era para corroborar que no nos seguían, que estábamos a salvo, que podíamos realmente escapar. El MRTA era famoso por sus secuestros y Benja sabía que retenernos era la mejor opción para ese grupo. Lamentos, penas, miedo, coraje y valentía, todo eso se mezclaba en las miradas hambrientas de cada uno. La ropa empapada, los músculos tensos, el miedo tenaz. No paramos y seguimos a trote. Por la tarde, llegamos a una cabaña cuyo dueño tenía un pequeño bote. Benja le pidió que nos llevara a Yuyapichis, a lo que accedió pagándole por el servicio. Ni una palabra de lo que ocurría. No sabíamos si confiar o no. Al llegar a Yuyapichis, una fina lluvia nos recibió. Un bote ponguero lleno de cerveza había llegado. “Molineros, acá está su cargamento…” nos gritaba alegre el comerciante. Sonreímos apenas. Benja alquiló un nuevo bote que nos llevaría a Puerto Inca. El comerciante viendo que andábamos sin protección para la lluvia y a merced del viento en el río, nos invitó un trago de colmenachado, bebida de aguardiente con miel y agua de coco. Esa delicia nos calentó el buche en el camino. Puerto Inca fue un descanso. Nos alojamos, nos aseamos lo que pudimos, pues no teníamos ropa para cambiarnos. Ni una palabra a nadie. Si habían bombardeado un caserío antes, ¿qué pasaría con las familias de Dantas, con Cigarrito, la doña de la cocina, con nuestros amigos si alguien decidía repetir el bombardeo? En la cena, mientras comíamos, una patrulla de la marina llegó. Los soldados pidieron comida y empezaron a piropear a las chicas. César reaccionó cortésmente, pero la actitud de los militares solo se hizo agresiva y abusiva. Cayo y Kike, gente de barrio y maña de esquina, atendieron la situación, mientras los marinos empezaban a decir que nuestra presencia en Puerto Inca era sospechosa. Salimos en vuelo a Pucallpa al día siguiente. Tomé cuanta cerveza pude con Cayo y Kike, y nos reímos nerviosamente con Moisés, Lucho y César. En las miradas, había una mezcla rara de alivio y angustia. Finalmente salimos de Dantas, podríamos contar la aventura, y con suerte veríamos de nuevo a nuestros amigos… ¿verdad? Dos años más tarde, efectivamente, Moisés y Chío volvieron a Dantas. Nuestros amigos nos extrañaban. Cigarrito aún tenía las recetas de sus tragos curativos. El río sigue trayendo historias de otros lados. Nosotros fuimos famosos en la Universidad algunos ciclos. Allá en el Pachitea, la vida continua e historias como la que vivimos son ahora contadas por los materos a los nuevos jóvenes forestales. Cuando elegí seguir una carrera que prometía aventuras y muchos viajes, nunca pensé que antes de los 25 años, habría de sumergirme en el drama social del país y estar a punto de pagar con mi vida ese aprendizaje. Las siguientes líneas relatan una de estas experiencias.
En el año 1992, tenía 23 años y era estudiante de Forestales de la Universidad Agraria. Mi pasión por viajar como fuera, teniendo muy bajos recursos, me llevó a ser el más joven estudiante en ir al Manu, y luego a Lachay, a Paracas, al Parque Huascarán. Mi consigna fue, y sigue siendo, tomar el trabajo que nadie más quiera tomar, ir a donde nadie más se anima. A mitad de agosto de ese año, un amigo me avisó de la posibilidad de viajar a la selva central, a Satipo, a colectar muestras botánicas de Uña de Gato de una planta que se estaba volviendo muy famosa. Moisés, quien me recomendó para ese encargo, me dijo que pagarían 100 dólares por el trabajo. Animado por la posibilidad de viajar y por el pago (¡esos eran mis gastos de un mes!), me dirigí a hablar con Octavio Z, quien era la persona que requería las muestras. Él me preguntó lo básico sobre mis conocimientos botánicos, para luego insistir: Sabes que vas para Satipo, ¿no? Respondí “Sí, no hay problema”. Pero vas para el Valle del Ene… “No hay problema”, repetí. Pero es zona roja, los sabes, ¿no? Y nuevamente, en automático respondí, “No hay problema”. Aquel primer viaje a Satipo y al Ene, a la Comunidad Nativa Cutivireni marcó el inicio de un cambio enorme en mi vida. Cutivireni no era más una comunidad asháninka desde la llegada de Sendero y se había convertido en un campo de refugiados. Más de mil personas hacinadas en algo más de una hectárea, enfermos, hambrientos, aunque feroces y amables, así estaban los pobladores cuando los conocí. Cutivireni se había trasladado desde el llano, al lado del río, hasta una meseta cercana, donde se ubicaba la capilla y los restos de la antigua misión dominica, quemada por Sendero Luminoso y ahora ocupada por la Base Contrasubversiva del Ejército Peruano. En ese primer viaje, Octavio me invitó a participar en las labores de la Asociación Cutivireni, ONG que apoyaba a los asháninka y los defendía, en lo posible, de los abusos que se cometían contra ellos. Inmediatamente, decidí involucrarme. En agosto del año siguiente, luego de varios viajes a campo, me tocó esta vez llevar a otros compañeros al campo. Viajamos aprovechando las vacaciones de la Universidad. Mientras el país ya celebraba el debilitamiento de Sendero Luminoso, en el Ene las cosas no habían cambiado mucho. La gente seguía muriendo, el Ejército pasivamente dejaba que los ronderos asháninka marcaran el ritmo de las acciones militares. Sendero hostigaba siempre, disparando desde el otro lado del río Ene, limitando por días el acceso al agua y a los primeros cultivos de yuca que se empezaban a recuperar la zona. El 18 de agosto por la tarde, retornamos de nuestras labores en los alrededores del asentamiento, colectando plantas, buscando potencial en plantas nuevas que fueran rentables como la Uña de Gato. Mi amigo David, Tino, Marco y yo bebimos masato, masticamos un poco de yuca y nos preparábamos a repasar anotaciones y alistar las cosas para el día siguiente. Como a las 4, un tronar de metralletas nos sobresaltó. Los disparos venían del frente de la base, y los militares empezaron a disparar a discreción. César, el jefe de los asháninka y líder de los ronderos, nos miró inquieto y nos dijo “tranquilos, hace tiempo que no atacaban, ahorita pasa”. Y corrió a su casa por su retrocarga para seguir con su grupo hacia el frente, el acceso a la meseta donde estábamos todos asentados. Efectivamente, unos 15 minutos después, los disparos cesaron. A las 5, con el alma en un hilo, nos animamos a salir de la cabaña donde nos alojaban y buscamos a César, pero no lo hallamos. Entonces, la pesadilla se reinició. Los disparos de la base hacia el frente, el acceso a la meseta, se hicieron más y más intensos. Con la penumbra de la tarde, el fulgor de los disparos era visible y los gritos de los soldados, todos menores que yo, se crispaban nuestros nervios. Las ráfagas de metralleta no paraban, las mujeres de la comunidad tomaron a sus niños y se metían en las trincheras de dentro de sus casas. La noche se instalaba y los gritos aumentaban. Sentimos que había heridos, esos gritos no eran de miedo sino de dolor. Nos atacaban y esta vez era serio. De pronto, el sonido tremendo de una explosión que iluminó el cielo, y una llamarada se veía al lado de la base. César apareció de la nada y corría gritando en asháninka cargando un niño lloroso. Nos vio y gritó, vayan a una trinchera. “Estamos perdidos” pensé por un instante eterno. Los disparos proseguían, el fuego, los gritos, el caos... Las 8 de la noche nos cogió pecho a tierra, ocultando la cabeza detrás de nuestras mochilas, como si la ropa contenida en ellas pudiera detener alguna bala perdida. Mis compañeros y yo habíamos pasado horas en silencio, escuchando lo que pasaba, intuyendo en las siluetas que corrían que el pánico se alejaba, pero el peligro permanecía. César fue a nuestro encuentro de nuevo, estaba sudando, pero tranquilamente nos dijo un lacónico: “ya pasó”, y siguió su camino a su casa. La mañana siguiente, la tensión en Cutivireni se había disipado. Niños jugando, las mujeres charlando e hilando. Los hombres, con sus armas al hombro, seguían sonriendo al vernos. Fuimos a la base y el jefe militar, un joven que no llegaba a 30 años, “Capitán Jorge” se hacía llamar, nos mostró sobre su mesa, una bota salpicada de sangre. “La hallamos en el lugar donde lanzamos el RPG[1]” “Bien quemados deben estar” Por la tarde regresamos y mientras hablábamos sobre la seguridad de la gente, de pronto un Sub Oficial nos interrumpió. “Miren lo que hay en el televisor, señores”. La base tenía un sistema de televisor con antena de satélite, toda una maravilla de la época. Lo que vimos nos terminó de marcar. Tsiriari, Tahuantinsuyo y otras comunidades habían sido atacadas, a la misma hora, pero ninguna pudo defenderse. Nosotros mirábamos espantados, Jorge soltó una lágrima, maldijo al cielo y se retiró. A la mañana siguiente, una avioneta nos llevó de regreso a Satipo. Allí lo supimos todo. Los ataques, la guerra, los niños, la sangre, la muerte. 25 años después, la muerte no me es ajena. La he visto pasar al lado, ya muchas veces. Pero sigo aceptando ir a donde nadie más quiere. Quizá será por eso, que aun la muerte no me ha encontrado. Seguiré viajando, haciendo tiempo. [1] granada antitanque Sobre la marcha “Querida hija, si hoy no llego a la hora para jugar contigo es porque estoy en las calles marchando contra un asesino de niños como tú” rezaba el cartel de aquella mujer. ¿Qué puedes argumentar contra eso? ¿Es solo emotivo? ¿Se lo habrá dicho realmente a su hija? ¿Es odio? ¿Es miedo? ¿Solo una pose para el selfie? La variedad de rostros, muchos lozanos y briosos, otras marcados por los años, era inagotable. Los carteles y consignas, dibujos y lemas, eran tan diversos y coloridos como enérgicos. Las banderas orgullosas se paseaban gritando por la calle. La policía marcial y parca, austera de gestos y expresiones, flanqueaba la inmensa columna de gente que estaba tomando la calle. Antonio me contó que estuvo el 25 de diciembre en la plaza. Se peleó con su enamorada y con su padre, pero se armó con vinagre y unos trapos para enfrentar a la repre. “Esa huevada que te echan no sé qué te hace, pero te caga… te arde todo… mis patas me advirtieron que no me eche agua, y que si nos persiguen que corra nomás y si me atrapan que grite mi nombre fuerte, así te identifican y es más difícil que te pase algo feo”. ¿Qué cosa fea? repregunté: “que te peguen en la comisaría y acabes frío, peee ¿No lees las noticias?” me increpó. ¿Qué impulsa a Antonio, de 22 años, estudiante de una academia preuniversitaria, que trabaja eventualmente de repartidor de pollo a la brasa en la moto de su primo universitario a salir a las calles? Al seguir caminando, aprovechando la licencia de tener una cámara y poder meterme en medio de la pista a fotografiar, vi a Las Empolleradas, un grupo que organizadamente protesta por las esterilizaciones forzadas que ocurrieron durante los 90, lanzando sus arengas. Con lana roja a modo de chorros de sangre bajando de sus caderas y su actitud dura y altiva, eran aplaudidas sin pausa. Más jóvenes con cascos, cintas de color rojo y más pancartas. Miradas desafiantes, rostros de alegría al verse tantos, tan diversos y tan fuertes, rostros de cólera, rostros de cansancio. Un tipo marchando en muletas, señoras de canas, pelos pintados de azul y de rojo, muchas barbas negras y cabezas calvas y blancas. Con la cámara en la mano, me animé a preguntarle a los policías:
Ya al final de la marcha, las discusiones filosóficas, las cervezas de celebración, los abrazos entre quienes se reconocen como compañeros en esta lucha, libera la tensión, ensancha el alma y te hace sentir entre reflexivo y eufórico. Los locales cerca al Bar Queirolo de Camaná se llenan de jóvenes que siguen gritando, festejando, bailando en la calle, celebrando su aventura.
Además de dos marchas cuando pasé por la Agraria y alguna más que se me escapa, no he sido asiduo manifestante. Preferí mi televisor y la indignación anónima, cuando no la apatía. Ahora sé que la adrenalina de una marcha te contagia, te sacude y te compromete. Aún me pregunto por qué marcha tanta gente, por qué tanta pasión. No puedo responder por todos. Solo sé que luego de años de apatía, hay jóvenes, hay adultos, hay ancianos, que quieren ser oídos y que algunos, a tan temprana edad, ya están sencillamente hartos. Yo estoy entre ellos. Barranco, 14 enero de 2018 Escrito mientras disfruto de Oblivion por Astor Piazzolla Ayer mientras pasaban las 12 y se iniciaba el 2018 estaba en casa viendo el documental Born Into Brothels. El documental (que está también en Netflix) trata de los niños, hijos de prostitutas, que viven en el barrio rojo de Calcuta, en la India, y cómo un proyecto de fotografía documental sobre el barrio se transforma posteriormente en un esfuerzo por ayudar a los niños a salir del tóxico ambiente en el que viven. La herramienta principal: darle una cámara a los niños para que plasmen su propia visión del mundo. Conmovedor, terrible, sublime y chocante. Mientras pausaba para servir una copa, responder los saludos en el celular y seguir viendo el documental, pensaba en lo que hemos vivido este año, en lo que personalmente he vivido y cómo la fotografía me ayuda a tener memoria de mi vida, memoria de mi tiempo y las sensaciones que causan en algunas personas que amablemente han comentado mis fotos, publicadas en Instagram o Facebook. Siempre me escapo de Lima: viajar por tierra, ver por las ventanas y releer el paisaje, mirar las caras, el verde, las casas, la carretera, las luces y las siluetas de los cerros. Salir en un bote por la selva inmensa y sus ríos inacabables. Disfrutar la ruta. El viento en la cara, la luz que aparece y huye. Los colores, la sensación del amanecer, ese frescor de la mañana como único alivio al calor sofocante del día que se inicia, la gente con quien compartes el viaje, el comerciante, el niño y su madre, la señora del mercado, la casera, el taxista y el wachiman. Mejores amigos y familia por unas horas. Otros parecen quedarse para acompañarte en el largo camino. Cada foto me trae una sensación, y al compartirlas siento que puedo entregar algo de mi memoria a quienes las observan. Crearles un recuerdo nuevo y salvar mi sensación del olvido. Al mostrar mis fotos, con frecuencia ya no hay mucha indiferencia y esa es ya una gran victoria. Me preguntan por el lugar, elogian la “súper cámara” con que tomo las fotos y yo les digo que tomé fotos con el celular y con una cámara viejita de 300 soles. Se ríen. Pero preguntan por ese otro mundo, lejos de sus ojos, al que puedo acercarlos. Y les digo: es Iquitos, es Lima, es tu selva, es tu sierra, es esa esquina, es tu barrio.
Una botella de vino y 14 canciones hermosas más tarde, recuerdo por qué empecé a escribir. Lo que realmente quería decirles es que la fotografía y las demás formas documentales y artísticas tienen un poder enorme sobre las mentes y corazones. Podemos tocar lo profundo de las personas con nuestras imágenes y quizás, los más afortunados tengan el honor de aportar positivamente al cambio de una vida. Ojalá el siguiente año y los que vengan, tengamos la oportunidad de aportar para el cambio. Feliz Año y felices vidas. 01 ene 18 ¡Ay señora! Si yo le dije, “no tome emoliente en la esquina, acá a la salida está un señor que le pone sábila… No da tantas nauseas”. Las sonrisas de ambos eran las de dos viejos amigos. Aquellos dos amigos se conocieron hace unos meses y han coincidido tres veces en la misma sala, en las mismas madrugadas, con la misma paciencia y el mismo buen humor. A ella le va quedando poco pelo, pero bromea con que ahora no gasta en tintes. Él dice que lleva ropa gruesa porque si no, se lo lleva el viento… Más risas. Algunos no comparten su buen humor, pero al menos eso no se lo quita el cáncer que padecen. Son las 6:38 de la mañana y aún hace un poco de frío en Lima por las madrugadas, especialmente en la pequeña recepción de la sala de Neoplasias del Hospital Nacional Arzobispo Loayza. El Hospital Loayza está en la Av. Alfonso Ugarte, en el centro de Lima, a unas calles de la Plaza Dos de Mayo y en medio del caos vehicular de la ciudad. Con una centena de años de antigüedad es testigo de dolor, de miseria y esperanza cotidiana. Su capilla, ahora medio oculta por los nuevos pabellones tiene la inscripción ¡OH! AMOR, ¡OH! DOLOR. Aquella frase se quedó conmigo desde esa primera visita. Pero a las 4:30 am cuando empiezan a llegar los pacientes para las largas colas de los diferentes servicios, las calles están solitarias, alumbradas con esa luz amarillenta que desde hace mucho se apoderó de las avenidas y jirones metropolitanos. Al llegar están ahí, los primeros pacientes a la cabeza de una cola que luego será de unas 70 personas, apiñadas a veces por el frío y, de paso, para que nadie se cuele en la fila. En ocasiones he visto gente durmiendo sobre cartones que encuentran en la calle, ya que llegaron en la madrugada de provincia y no les alcanza para el hotel. La gente no habla, mantiene el silencio de la ciudad que aún no despierta. En la sala del tercer piso, en Neoplasias, los “caseritos” o sea, los pacientes que repiten esta peregrinación cada mes, se conocen, se aconsejan, dialogan, se consuelan y se apoyan. En la enfermedad aparece esa especie de complicidad y compañerismo que no desea más malos ratos. Entre ellos aconsejan a los nuevos, a los que como nosotros, llegábamos por primera vez aquella madrugada, y se reprende a los que mal encarados, seguramente cansados y confundidos por tanto trámite, por tanta cola, llegan renegando o quieren “acelerar sus trámites”. Se comparten los diarios, se comparten historias, se comparten los diagnósticos y se ensayan remedios caseros para las consecuencias que trae curarte con veneno. Karla, la de la eterna paciencia y modales, ordena la cola, sonríe, explica, aconseja, pone orden. Cada mañana, entre las 7 y la 1, es esperada con ansiedad y con sonrisas. “La señorita es muy amable, tiene mucha paciencia… es un ángel, pero también tiene su carácter. Una vez, vino un señor a exigirle, porque había esperado mucho, le faltó el respeto, que era amigo de no-se-quién. No nos quedamos callados, rapidito lo pusimos en su sitio… ¿qué se habrá creído? Acá todos estamos enfermos, si tantos amigos tiene que se vaya a una clínica pues… ¿no es cierto?” Sentado mientras esperaba la indicación de uno de los enfermeros, Soledad me contó que han sido 10 años de tratamiento y esperanza. “Me trajeron mal, mis hijos ya habían hablado con mi esposo para vender mi casa. Yo no quise, dije que mejor guardarla para los que quedaran vivos. Total, si es de Dios irme, que así sea, pero no iba a dejarlos en la calle, con todo lo que nos costó levantarla. Tenemos pues nuestra casita, pequeña pero ya es de uno”. Soledad es ahora viuda, su esposo la dejó hace cuatro años, por un problema cardíaco. “Hay que estar tranquilos, estas fechas se ponen más agitadas”, “Paciencia, Usted es joven, debe pensar en sus hijos, que están chiquitos, Dios no va a querer llevarlo tan pronto…” Soledad no sabe que yo no soy el paciente, pero noto inmediatamente su esfuerzo por tranquilizarme y consolarme. La espera de esa mañana, viendo jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, enfrentar solos o con sus familiares el calvario del cáncer de alguna forma te ayuda a revalorar la salud que tienes. Tu tiempo para ti y para los tuyos. Lo que traes y lo que te llevas. Que la vida es un ratito, que no te llevas nada y que acá lo ganas y lo pierdes todo. Que cada instante cuenta, que la vida puede ser hermosa y terrible a la vez. Que hasta al final del camino, la amistad, la amabilidad y el carácter de las personas se demuestran, lo mismo que la miseria y lo bajo que podemos obrar.
Estos días son agitados, todos corriendo, ya sea por medicinas, análisis, seguros, citas, reuniones y regalos. En el centro de Lima, el tráfico es caótico e inaudito. Últimamente, todos corren en este piso, porque hoy además de olor a desinfectantes y el humor de los nuevos amigos, para Soledad y para los cientos de personas que visitan Neoplasias, hay también olor a esperanza en esta Navidad. 23 dic 2017 “Son una exageradas, ya ni se les puede mirar que de todo se quejan… ya no es como antes cuando era galantería darle un piropo a una dama… tantas ideas de afuera, esas chicas no tienen hogar, no hay formación de casa… eso se nota…” no podía dejar de escuchar la conversación de un señor ya mayor, mientras comentaba las noticias de que la marcha iba a poner su cuota de caos en nuestra ya atormentada ciudad. Desde hace meses, como muchos amigos, padres como yo, inicié mi cruzada de activismo digital, publicando notas o dándole “me gusta” o “me enoja” a tanta publicación referida a la violencia contra la mujer. Como aspirante a fotógrafo, quería ir a la marcha del 25 de noviembre y captar un poco del colorido y los rostros de las chicas, esas “exageradas” de las que estaba hablando medio mundo. También me inspiraba la solidaridad con un tema que de hecho, me movía sobremanera, pero el mismo acto de presenciar la marcha, debo confesar, era mi mayor motivación. Llegué como a las 3, tranquilo en el metropolitano, apretado como siempre, pero desde que bajé del bus, el eco de los tambores y el rumor de la multitud invadían la Estación Central. Decenas de chicas, en grupo, con sus parejas o solas, salían de la estación y se dirigían al Paseo de los Héroes Navales, punto de concentración de la marcha. Una mujer me sonrió y me entregó una flor blanca. Otras mujeres repartían flores menudas de colores. El disparador de la cámara desde ese momento no descansó. No me sorprendió la cantidad de gente, ni los varones que acompañaban al grupo. Pero los carteles coloridos, la euforia de las manifestantes, las caras pintas y los pelos lila, verde, rojo o rubio, lo eran todo. Fotos y más fotos, cediendo a todo impulso. Sonrisas, selfies por todos lados, gente transmitiendo en vivo con sus celulares, más sonrisas, rostros de alegría, rostros amables y algunos con chispas rojas en el iris. Tambores y batucada retumbando con ritmo frenético, anunciando alegría y quizá guerra. Más carteles coloridos y provocativos. Fiesta, rostros y color, ¡Qué más quiere un fotógrafo en estos momentos! Mientras la marcha avanzaba, miraba a las mujeres, a las jovencitas voluntariosas, y sentía orgullo de verlas. Me conmovía ver a tantas jóvenes marcando un paso adelante en la defensa de sus ideales. Jóvenes con sus hijos, con sus sobrinos cargados en los hombros, marchando con orgullo y firmeza. El brillo del sol tibio de la tarde imponía un manto dorado en los rostros. Y allí ocurrió. Habiéndome montado en la berma de la Avenida Abancay, y con la emoción desplegada en cada rincón de la calle, como todos los presentes empecé a arengar a las chicas, pensando nuevamente, que este esfuerzo es justamente porque no quiero que mi hija de 5 años tenga que marchar por lo mismo. En eso, vi acercarse a un hombre de sacón verde, medio calvo y canoso. Me miraba al inicio con curiosidad y luego con una media sonrisa. Al acercarse, lo vi mejor, no era una sonrisa, era más bien ese gesto de pudor y dolor, esa rara mezcla de gestos que te es tan difícil de definir, pero que te deja tan marcada la expresión que no puedes olvidarlo. Una lágrima, una sonrisa como de agradecimiento. Al alejarse, caminando por la calle, vi que en la mano derecha llevaba la foto de una joven. Ya sin fuerzas para levantarla, se alejaba con el batallón de marchantes. Era el grupo de sobrevivientes y familiares de víctimas. Desde ese momento, algo cambió para mí. ¿Quién era? ¿Padre, hermano, tío o esposo? ¿Qué luto arrastraba consigo? ¿Qué lo animó a comulgar conmigo con su sonrisa? Contagiado de incertidumbre y cierta tristeza, seguí la marcha unas calles más allá. Abuelas, hijas y nietas de la mano avanzaban también por las calles. Una señora joven daba de lactar a su niña con biberón, mientras avanzaba con dificultad llevando un cochecito, decorado con globos. Saludé unos amigos fotógrafos y algunos viejos compañeros de la universidad. Amigos de otros trabajos. Finalmente,
En el Jirón Ucayali, ya con poca luz dejé la cámara a un lado y me quedé en una esquina a aplaudir a las mujeres que avanzaban. Fotógrafos de todo tipo zumbaban alrededor de los grupos de manifestantes. En un momento muchos apuraron el paso para fotografiar a una chica con el cuerpo pintado y el busto descubierto. Más cámaras, más selfies, más sonrisas, más gritos y arengas. Frente a la Defensoría del Pueblo, tres mujeres ya canosas, descansaban en la misma esquina. Me acerqué a una de ellas, la más accesible por su apariencia. Tenía el cabello corto y plateado, tacos bajos y pantalón negro. “¿Marchando con la hija, señora?” me animé a preguntarle. “Sí señor, hay que salir a marchar, las jóvenes están muriendo.” Sin más, doña Elena, la mujer que llevaba el nombre de mi madre, me contó que ella fue violada de joven y obligada por la familia a casarse con el violador, ya muerto hace unos años de cáncer. Me habló cansinamente de los abusos, de los golpes, de sus llantos. De cómo su hijo era también abusivo con su esposa y cómo ella le había enseñado a su hija a no dejarse pegar. Su amiga, ocasional vecina en esa esquina de Ucayali, escuchaba y comentaba escenas similares. No hay muro que pueda soportar eso. Las lágrimas rodaron. Era doloroso escucharlas hablando de historias de abuso, dolor y frustración familiar. No era la historia de sus hijas o vecinas. Eran sus propias historias. Era su cuerpo, eran sus dolores, era su vida relatada. Ahora marchaban con sus hijas y sus nietas. Las lágrimas rodaban y yo sentía que eran una redención... El 25 de noviembre marché con mis madres, mis hijas, mis hermanas, mis amigas y mis abuelas. Marché por Rosa, por Alejandra y por Santiago. Marché finalmente, por mí. Lima, 2 de diciembre de 2017 Don Segundo junto con su hija recién llegada de España visita a su niña. Esta vez no pintará las piedras que marcan su tumba en el cerro del color amarillo o rosado que caracteriza las tumbas de las mujeres en el cementerio. Este año, un tono lila adornará las piedras, una vez que estas quedan ya libradas de la fina capa del molesto polvo yermo que se depositó durante el año y que está en todos lados. “Mi hermana ya no debe usar rosadito, ya está mayor, color lila está bien”, justifica Patricia, la hermana retornada del extranjero. Segundo ha visitado a su hijita, que para él se quedó así, dormida hace 40 años cuando solo tenía 2 años de nacida. Cada año Segundo repite su ritual: se levanta temprano, toma un café para aguantar el viaje desde casa, camina sin prisa y ubica la tumba de su bebé, limpia las piedras, les da una manito de pintura, enciende unas velas, deja unas flores y se sienta a imaginarla. La sueña jugando, la sueña riendo, la sueña a su lado. Su ritual no ha cambiado más que en el dolor de piernas que le deja hace algunos años el subir el cerro y por supuesto, ahora la compañía de su hija que ha regresado a su casa. Pero lo que sí ha cambiado, en estos 40 años de peregrinaje es el cementerio de Nueva Esperanza. Ya no es el pampón enorme, en que solo los muy pobres, provincianos e hijos de migrantes llegaban a darle descanso a sus muertos. Ahora con más de 60 hectáreas de extensión, y más de un millón de entierros, Nueva Esperanza es un hervidero de gente en cada fiesta. Ya sea el día de la madre o del padre, navidad o como hoy, el día de los muertos, el cementerio es como una gigantesca colmena. Pistas para el ingreso de motocars, millares de trochas para los caminantes, y cientos de miles de visitantes forman una parte del paisaje en esas fechas. En Nueva Esperanza se encuentran tradiciones y modernidad, en un sincretismo tan colorido que opaca las penas de los dolientes. Se juntan entonces danzantes de tijeras y violinistas. Deambulan rezadores con biblias en la mano, dispuestos a rezar el credo y las avemarías que tranquilicen las conciencias. En medio de los rezos, se escucha el tintinear de botellas, mientras vendedores de cerveza y vino ofrecen a los visitantes unas bebidas para la ofrenda a los difuntos. Comidas, bailes, música, reencuentros y coqueteos entre vivos y muertos se aprecian en cada espacio.
Doña Herminia viene desde hace 6 años a visitar a su esposo. Hace dos años que la acompaña su hija y su nieto. Lo llevan con juguetes para que no se aburra, los cuales lanza sobre las tumbas mientras corretea entre ellas. Su sonrisa opaca el tímido sol que se asoma entre el “panza de burro” cielo de Lima. “Ya no es como antes” –nos dice. “Ahora menos mal hay motocares que te traen pero si no, ¿cómo cargamos la criatura por todo el terral? Pero ya mucha gente no viene a ver a sus muertos. Mucho turista gringo, periodista, no es una feria y no respetan. Te toman fotos nomás… ni permiso, ni las gracias, ¿A cuánto estarán? Seguro están vendiendo y no pues joven…” Y es que a Herminia ya le han tomado varias fotos. Su sombrero vistoso con flores de su lejana Carumas, en Moquegua, atrae miradas curiosas. El nieto sigue jugando sentado ahora sobre las piedras de una tumba y ella continúa: “antes que iban a haber esos cómicos, los juegos inflables… era algo para nosotros. Se vendía comidita y cervecita pero no así pues. Mire, hasta del canal han venido a ver los puestos de comida. Ya parece, como se llama, Mistura. Comida y gente”. Más allá, una pareja se sienta a encender unas velas. Han traído un globo del Hombre Araña y decoran la casita armada con palos endebles pintados de azul con globos de colores. Como armando una fiesta infantil. Más gente sigue llegando y Herminia con su hija y nieto prosiguen el camino. Los observo. La pareja que trajo los globos ha terminado de decorar su pequeño altar y se sientan. Puedo ver ahora la foto impresa de un niño de apenas unos meses. La pareja no habla, solo descansa. Alisto mi cámara, disparo. Busco otro ángulo. Me observan pero no se inmutan. Cumplo la tarea y documento. Sigo caminando. Tomar fotos es una nueva costumbre en esta vieja Nueva Esperanza. |
Sobre miSoy Ivan Brehaut, o solo Ivan. Soy un apasionado de las artes y las ciencias naturales. Estudié ciencias forestales y ahora estudio periodismo y fotografía. Tengo dos hijos y una hermosa esposa. Viajero, lector y enamorado. Loco con certificado médico. Archives
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