¡Ay señora! Si yo le dije, “no tome emoliente en la esquina, acá a la salida está un señor que le pone sábila… No da tantas nauseas”. Las sonrisas de ambos eran las de dos viejos amigos. Aquellos dos amigos se conocieron hace unos meses y han coincidido tres veces en la misma sala, en las mismas madrugadas, con la misma paciencia y el mismo buen humor. A ella le va quedando poco pelo, pero bromea con que ahora no gasta en tintes. Él dice que lleva ropa gruesa porque si no, se lo lleva el viento… Más risas. Algunos no comparten su buen humor, pero al menos eso no se lo quita el cáncer que padecen. Son las 6:38 de la mañana y aún hace un poco de frío en Lima por las madrugadas, especialmente en la pequeña recepción de la sala de Neoplasias del Hospital Nacional Arzobispo Loayza. El Hospital Loayza está en la Av. Alfonso Ugarte, en el centro de Lima, a unas calles de la Plaza Dos de Mayo y en medio del caos vehicular de la ciudad. Con una centena de años de antigüedad es testigo de dolor, de miseria y esperanza cotidiana. Su capilla, ahora medio oculta por los nuevos pabellones tiene la inscripción ¡OH! AMOR, ¡OH! DOLOR. Aquella frase se quedó conmigo desde esa primera visita. Pero a las 4:30 am cuando empiezan a llegar los pacientes para las largas colas de los diferentes servicios, las calles están solitarias, alumbradas con esa luz amarillenta que desde hace mucho se apoderó de las avenidas y jirones metropolitanos. Al llegar están ahí, los primeros pacientes a la cabeza de una cola que luego será de unas 70 personas, apiñadas a veces por el frío y, de paso, para que nadie se cuele en la fila. En ocasiones he visto gente durmiendo sobre cartones que encuentran en la calle, ya que llegaron en la madrugada de provincia y no les alcanza para el hotel. La gente no habla, mantiene el silencio de la ciudad que aún no despierta. En la sala del tercer piso, en Neoplasias, los “caseritos” o sea, los pacientes que repiten esta peregrinación cada mes, se conocen, se aconsejan, dialogan, se consuelan y se apoyan. En la enfermedad aparece esa especie de complicidad y compañerismo que no desea más malos ratos. Entre ellos aconsejan a los nuevos, a los que como nosotros, llegábamos por primera vez aquella madrugada, y se reprende a los que mal encarados, seguramente cansados y confundidos por tanto trámite, por tanta cola, llegan renegando o quieren “acelerar sus trámites”. Se comparten los diarios, se comparten historias, se comparten los diagnósticos y se ensayan remedios caseros para las consecuencias que trae curarte con veneno. Karla, la de la eterna paciencia y modales, ordena la cola, sonríe, explica, aconseja, pone orden. Cada mañana, entre las 7 y la 1, es esperada con ansiedad y con sonrisas. “La señorita es muy amable, tiene mucha paciencia… es un ángel, pero también tiene su carácter. Una vez, vino un señor a exigirle, porque había esperado mucho, le faltó el respeto, que era amigo de no-se-quién. No nos quedamos callados, rapidito lo pusimos en su sitio… ¿qué se habrá creído? Acá todos estamos enfermos, si tantos amigos tiene que se vaya a una clínica pues… ¿no es cierto?” Sentado mientras esperaba la indicación de uno de los enfermeros, Soledad me contó que han sido 10 años de tratamiento y esperanza. “Me trajeron mal, mis hijos ya habían hablado con mi esposo para vender mi casa. Yo no quise, dije que mejor guardarla para los que quedaran vivos. Total, si es de Dios irme, que así sea, pero no iba a dejarlos en la calle, con todo lo que nos costó levantarla. Tenemos pues nuestra casita, pequeña pero ya es de uno”. Soledad es ahora viuda, su esposo la dejó hace cuatro años, por un problema cardíaco. “Hay que estar tranquilos, estas fechas se ponen más agitadas”, “Paciencia, Usted es joven, debe pensar en sus hijos, que están chiquitos, Dios no va a querer llevarlo tan pronto…” Soledad no sabe que yo no soy el paciente, pero noto inmediatamente su esfuerzo por tranquilizarme y consolarme. La espera de esa mañana, viendo jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, enfrentar solos o con sus familiares el calvario del cáncer de alguna forma te ayuda a revalorar la salud que tienes. Tu tiempo para ti y para los tuyos. Lo que traes y lo que te llevas. Que la vida es un ratito, que no te llevas nada y que acá lo ganas y lo pierdes todo. Que cada instante cuenta, que la vida puede ser hermosa y terrible a la vez. Que hasta al final del camino, la amistad, la amabilidad y el carácter de las personas se demuestran, lo mismo que la miseria y lo bajo que podemos obrar.
Estos días son agitados, todos corriendo, ya sea por medicinas, análisis, seguros, citas, reuniones y regalos. En el centro de Lima, el tráfico es caótico e inaudito. Últimamente, todos corren en este piso, porque hoy además de olor a desinfectantes y el humor de los nuevos amigos, para Soledad y para los cientos de personas que visitan Neoplasias, hay también olor a esperanza en esta Navidad. 23 dic 2017
4 Comentarios
“Son una exageradas, ya ni se les puede mirar que de todo se quejan… ya no es como antes cuando era galantería darle un piropo a una dama… tantas ideas de afuera, esas chicas no tienen hogar, no hay formación de casa… eso se nota…” no podía dejar de escuchar la conversación de un señor ya mayor, mientras comentaba las noticias de que la marcha iba a poner su cuota de caos en nuestra ya atormentada ciudad. Desde hace meses, como muchos amigos, padres como yo, inicié mi cruzada de activismo digital, publicando notas o dándole “me gusta” o “me enoja” a tanta publicación referida a la violencia contra la mujer. Como aspirante a fotógrafo, quería ir a la marcha del 25 de noviembre y captar un poco del colorido y los rostros de las chicas, esas “exageradas” de las que estaba hablando medio mundo. También me inspiraba la solidaridad con un tema que de hecho, me movía sobremanera, pero el mismo acto de presenciar la marcha, debo confesar, era mi mayor motivación. Llegué como a las 3, tranquilo en el metropolitano, apretado como siempre, pero desde que bajé del bus, el eco de los tambores y el rumor de la multitud invadían la Estación Central. Decenas de chicas, en grupo, con sus parejas o solas, salían de la estación y se dirigían al Paseo de los Héroes Navales, punto de concentración de la marcha. Una mujer me sonrió y me entregó una flor blanca. Otras mujeres repartían flores menudas de colores. El disparador de la cámara desde ese momento no descansó. No me sorprendió la cantidad de gente, ni los varones que acompañaban al grupo. Pero los carteles coloridos, la euforia de las manifestantes, las caras pintas y los pelos lila, verde, rojo o rubio, lo eran todo. Fotos y más fotos, cediendo a todo impulso. Sonrisas, selfies por todos lados, gente transmitiendo en vivo con sus celulares, más sonrisas, rostros de alegría, rostros amables y algunos con chispas rojas en el iris. Tambores y batucada retumbando con ritmo frenético, anunciando alegría y quizá guerra. Más carteles coloridos y provocativos. Fiesta, rostros y color, ¡Qué más quiere un fotógrafo en estos momentos! Mientras la marcha avanzaba, miraba a las mujeres, a las jovencitas voluntariosas, y sentía orgullo de verlas. Me conmovía ver a tantas jóvenes marcando un paso adelante en la defensa de sus ideales. Jóvenes con sus hijos, con sus sobrinos cargados en los hombros, marchando con orgullo y firmeza. El brillo del sol tibio de la tarde imponía un manto dorado en los rostros. Y allí ocurrió. Habiéndome montado en la berma de la Avenida Abancay, y con la emoción desplegada en cada rincón de la calle, como todos los presentes empecé a arengar a las chicas, pensando nuevamente, que este esfuerzo es justamente porque no quiero que mi hija de 5 años tenga que marchar por lo mismo. En eso, vi acercarse a un hombre de sacón verde, medio calvo y canoso. Me miraba al inicio con curiosidad y luego con una media sonrisa. Al acercarse, lo vi mejor, no era una sonrisa, era más bien ese gesto de pudor y dolor, esa rara mezcla de gestos que te es tan difícil de definir, pero que te deja tan marcada la expresión que no puedes olvidarlo. Una lágrima, una sonrisa como de agradecimiento. Al alejarse, caminando por la calle, vi que en la mano derecha llevaba la foto de una joven. Ya sin fuerzas para levantarla, se alejaba con el batallón de marchantes. Era el grupo de sobrevivientes y familiares de víctimas. Desde ese momento, algo cambió para mí. ¿Quién era? ¿Padre, hermano, tío o esposo? ¿Qué luto arrastraba consigo? ¿Qué lo animó a comulgar conmigo con su sonrisa? Contagiado de incertidumbre y cierta tristeza, seguí la marcha unas calles más allá. Abuelas, hijas y nietas de la mano avanzaban también por las calles. Una señora joven daba de lactar a su niña con biberón, mientras avanzaba con dificultad llevando un cochecito, decorado con globos. Saludé unos amigos fotógrafos y algunos viejos compañeros de la universidad. Amigos de otros trabajos. Finalmente,
En el Jirón Ucayali, ya con poca luz dejé la cámara a un lado y me quedé en una esquina a aplaudir a las mujeres que avanzaban. Fotógrafos de todo tipo zumbaban alrededor de los grupos de manifestantes. En un momento muchos apuraron el paso para fotografiar a una chica con el cuerpo pintado y el busto descubierto. Más cámaras, más selfies, más sonrisas, más gritos y arengas. Frente a la Defensoría del Pueblo, tres mujeres ya canosas, descansaban en la misma esquina. Me acerqué a una de ellas, la más accesible por su apariencia. Tenía el cabello corto y plateado, tacos bajos y pantalón negro. “¿Marchando con la hija, señora?” me animé a preguntarle. “Sí señor, hay que salir a marchar, las jóvenes están muriendo.” Sin más, doña Elena, la mujer que llevaba el nombre de mi madre, me contó que ella fue violada de joven y obligada por la familia a casarse con el violador, ya muerto hace unos años de cáncer. Me habló cansinamente de los abusos, de los golpes, de sus llantos. De cómo su hijo era también abusivo con su esposa y cómo ella le había enseñado a su hija a no dejarse pegar. Su amiga, ocasional vecina en esa esquina de Ucayali, escuchaba y comentaba escenas similares. No hay muro que pueda soportar eso. Las lágrimas rodaron. Era doloroso escucharlas hablando de historias de abuso, dolor y frustración familiar. No era la historia de sus hijas o vecinas. Eran sus propias historias. Era su cuerpo, eran sus dolores, era su vida relatada. Ahora marchaban con sus hijas y sus nietas. Las lágrimas rodaban y yo sentía que eran una redención... El 25 de noviembre marché con mis madres, mis hijas, mis hermanas, mis amigas y mis abuelas. Marché por Rosa, por Alejandra y por Santiago. Marché finalmente, por mí. Lima, 2 de diciembre de 2017 |
Sobre miSoy Ivan Brehaut, o solo Ivan. Soy un apasionado de las artes y las ciencias naturales. Estudié ciencias forestales y ahora estudio periodismo y fotografía. Tengo dos hijos y una hermosa esposa. Viajero, lector y enamorado. Loco con certificado médico. Archives
Abril 2020
Categories |