Los viajes de campo siempre te enseñan sobre tu carrera, pero aprender sobre el miedo a perder la vida era algo que ninguno de nosotros esperaba enfrentar. Eran los 90 y los estudiantes de ciencias forestales de la Universidad Agraria salíamos a campo para repasar las enseñanzas en compañía de nuestros profesores. Aquel verano Kike, Cayo, Fanny, Frida, Chío, Lucho, César, Moisés, Rosa y yo, fuimos elegidos para acompañar a Benjamín, un experimentado ingeniero forestal, a desarrollar una guía y poner en práctica todo lo aprendido.
El viaje a campo a Dantas, la estación de investigación de la Universidad, yendo en vuelo a Pucallpa y luego en bote a Puerto Inca y Yuyapichis fue toda una experiencia. El río Pachitea, los caseríos ribereños, las aves, el bosque… ese intenso olor a húmedo y a selva. Todos nosotros, estudiantes de segundo y tercer año ya habíamos estado en la selva antes y traíamos con nosotros pequeños trucos de supervivencia, hazañas personales y nuestra colección de chistes, cuentos y anécdotas. Las bromas, los misterios, el repaso de las clases de botánica y dendrología -la ciencia de identificar árboles- y la inevitable imitación del profesor Lao, eterno profesor de la materia, fueron parte del viaje. Una vez en la Estación Dantas y organizado el trabajo, los materos, nuestros guías y maestros en identificación de árboles, eran ahora nuestros profesores en esa inagotable aula verde. Cada día, a las 5 de la mañana todos al comedor. Una dama venida de Pozuzo, a quien apodamos “la Tía Husein” por su gesto adusto, nos preparaba el rancho, y luego de un poderoso desayuno, salíamos a caminar por las trochas a tratar de descifrar el bosque. Los días y las semanas pasaban, pero no había aburrimiento. La rutina de sudor y calor, olor a barro y a lluvia, las botas negras cargadas de barro en la suela y las largas caminatas eran compañeras diarias al caminar entre árboles centenarios. Los árboles del bosque, con sus cortezas grises y sus ramas como brazos de gigantes se elevaban hacia el cielo, a veces azul y brillante, en ocasiones oscuro y lluvioso. Dos cosas eran notables en Dantas. La primera era que la abundancia de serpientes nos volvió muy prudentes. A diario, encontrábamos al menos dos en las trochas las cuales, debo confesar, acababan siendo cueros frescos, listos para convertirse en piezas de artesanía. Lo segundo eran la abundancia de tragos y cerveza. Yo era un bebedor ocasional y sin experiencia, pero mis compañeros eran de otro lote. Yo venía con una gastritis prematura y la recomendación de no tomar alcohol por los dolores y el malestar tremendo que me causaba. Lleno de pastillas y excusas inaceptables para jóvenes forestales, además de una antipatía que me brotaba naturalmente, era un pequeño bicho raro en el grupo. Sin embargo, ese verano algo lo cambio todo. Cigarrito, el más capo de los materos, se percató una tarde que yo no jugaba fulbito y que encima, a la hora de las cervezas para celebrar al ganador, yo apenas participaba. Me encaró directo, sincero, sin anestesia: “Ivan, porque no tomas con nosotros, no te quieres juntar con nosotros, qué te pasa”. Con mi discurso sobre la gastritis y sus consecuencias, le intenté explicar mi situación. Cigarrito, cuyo verdadero nombre era Arnaldo, me dijo esa tarde “yo te voy a dar algo para curarte”. Sin más explicación, me llevó a su casa, a unos 200 metros de la estación y sacó de algún lugar una botella con un líquido oscuro y turbio: “toma, te va a curar”. El brebaje caía en un vaso de vidrio corriente, de esos antiguos. Con cositas que flotaban y un olor entre dulcete y astringente, el primer trago reafirmó mi impresión. El segundo trago, que sentí más fuerte que el anterior, bajó hacia mis tripas como quien arroja gasolina al fuego. Cigarrito no iba a dejarme abandonar la terapia y entre risas y cuentos de la selva, me acompañó con los tragos. Unas botellas más tarde, ya había iniciado mi camino hacia los licores selváticos. Esa noche, escuché del runamula, del shapichico, las historias de las formidables hormigas isulas y todos los cuentos de los estudiantes que por años habían visitado Dantas. Ya como a las 8 de la noche, los demás compañeros, extrañados por mi ausencia, salieron a buscarme y, al encontrarme en pleno tratamiento gástrico, se solidarizaron con la terapia que se prolongó hasta la 1 de la madrugada. Un domingo de esos meses lluviosos que estuvimos en Dantas, nos extrañó mucho oír a la distancia el ir y venir de aviones. Entre las copas de los árboles, apenas pudimos distinguir la silueta de un avión militar. Iban y venían y los escuchamos como unas dos horas. Al retorno, un día tranquilo y sin lluvia, la caminata fue agradable, con las piernas y pulmones ya acostumbrados al ritmo del campo. El miércoles que siguió, la rutina no había cambiado en nada. El desayuno contundente, la risa de los amigos, el calor, la lluvia y las cervezas de la tarde. Pero ese miércoles a las 7 de la noche algo rompió la calma. Una ráfaga de metralleta cayó los sonidos de las aves y nos recordó que el país se desangraba. La guerra con el terrorismo nos había alcanzado allí, en nuestra burbuja académica y amistosa. Una columna del MRTA invadió la estación y nos tomó como rehenes. Llevados al comedor, todos sin excepción tuvimos que pasar por una charla de concientización e identificarnos ante nuestros captores. Mi apellido, raro de por sí, despertó sospechas. “Ud es peruano…?” “Sí“, contesté con firmeza. El terrorista, con dicción y modales de una persona educada, intentó hablarme en jerga y luego muy rápido. “Compañero, soy chalaco, de los barracones, del pueblo como tú. Que culpa tengo que el huevón de mi bisabuelo se haya venido a enamorar y a morir en el Perú…” “Son jóvenes y estudiantes, hijos del pueblo. No vamos a atentar contra su vida, ni la de nadie” fueron las palabras con las que iniciaron su charla. Los terroristas estaban vestidos de negro, portaban armas de guerra y ocultaban su rostro tras pañuelos. Sus botas de goma embarradas y gastadas contaban elocuentes sus largas caminatas. Nos contaron que aquel domingo, el ejército había bombardeado un caserío por donde ellos pasaron. Ellos no se escondían allí, estaban en el bosque, pero el bombardeo acabó con todas las casas y mató a gran parte de los pobladores. Los sobrevivientes, víctimas inocentes del hecho, ahora habían decidido unirse a la guerra, para vengar a sus parientes. Esa era su cólera y su necesidad de refugio. Fue una noche larga. No podíamos ni ir a los baños fuera de los dormitorios. Cualquier movimiento provocaba disparos al aire de los vigías. Incluso al hablar bajito en nuestros cuartos escuchábamos el grito de algún vigía callándonos, cuando no, un disparo de advertencia. Nos pidieron mapas, medicinas y comida. Benja y Moisés, estuvieron charlando aparte y pidieron permiso para que al día siguiente, como estudiantes, nos permitieran seguir trabajando. El terrorista educado, oculto como todos detrás de un pañuelo verde que le cubría el rostro, accedió. Por la mañana, la rutina se repitió. Benja nos pidió a todos que cargáramos nuestros documentos y salgamos como siempre. Esta vez no fuimos por las trochas, sino por la carretera. Caminamos unos 60 metros. Llevábamos equipo de topografía que nunca habíamos usado antes. De pronto, Benja nos dio una señal y en la curva, punto ciego para los vigías del MRTA, nos ordenó correr hacia el bosque. Él había planeado nuestro escape. Corrimos todo lo que las piernas y pulmones nos permitían, fueron horas y horas de caminata, trote, tropiezo y carrera. Cada momento de respiro era para corroborar que no nos seguían, que estábamos a salvo, que podíamos realmente escapar. El MRTA era famoso por sus secuestros y Benja sabía que retenernos era la mejor opción para ese grupo. Lamentos, penas, miedo, coraje y valentía, todo eso se mezclaba en las miradas hambrientas de cada uno. La ropa empapada, los músculos tensos, el miedo tenaz. No paramos y seguimos a trote. Por la tarde, llegamos a una cabaña cuyo dueño tenía un pequeño bote. Benja le pidió que nos llevara a Yuyapichis, a lo que accedió pagándole por el servicio. Ni una palabra de lo que ocurría. No sabíamos si confiar o no. Al llegar a Yuyapichis, una fina lluvia nos recibió. Un bote ponguero lleno de cerveza había llegado. “Molineros, acá está su cargamento…” nos gritaba alegre el comerciante. Sonreímos apenas. Benja alquiló un nuevo bote que nos llevaría a Puerto Inca. El comerciante viendo que andábamos sin protección para la lluvia y a merced del viento en el río, nos invitó un trago de colmenachado, bebida de aguardiente con miel y agua de coco. Esa delicia nos calentó el buche en el camino. Puerto Inca fue un descanso. Nos alojamos, nos aseamos lo que pudimos, pues no teníamos ropa para cambiarnos. Ni una palabra a nadie. Si habían bombardeado un caserío antes, ¿qué pasaría con las familias de Dantas, con Cigarrito, la doña de la cocina, con nuestros amigos si alguien decidía repetir el bombardeo? En la cena, mientras comíamos, una patrulla de la marina llegó. Los soldados pidieron comida y empezaron a piropear a las chicas. César reaccionó cortésmente, pero la actitud de los militares solo se hizo agresiva y abusiva. Cayo y Kike, gente de barrio y maña de esquina, atendieron la situación, mientras los marinos empezaban a decir que nuestra presencia en Puerto Inca era sospechosa. Salimos en vuelo a Pucallpa al día siguiente. Tomé cuanta cerveza pude con Cayo y Kike, y nos reímos nerviosamente con Moisés, Lucho y César. En las miradas, había una mezcla rara de alivio y angustia. Finalmente salimos de Dantas, podríamos contar la aventura, y con suerte veríamos de nuevo a nuestros amigos… ¿verdad? Dos años más tarde, efectivamente, Moisés y Chío volvieron a Dantas. Nuestros amigos nos extrañaban. Cigarrito aún tenía las recetas de sus tragos curativos. El río sigue trayendo historias de otros lados. Nosotros fuimos famosos en la Universidad algunos ciclos. Allá en el Pachitea, la vida continua e historias como la que vivimos son ahora contadas por los materos a los nuevos jóvenes forestales.
3 Comentarios
Wilder
3/5/2019 08:40:52 pm
Abrazo Iván.
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Andrés
8/5/2019 08:51:06 pm
Iván recién me di un tiempito para la lectura y tengo que decirte que el relato de esta experiencia es realmente atrapante, al leerlo parecía que escuchaba tu voz! Muy buena anécdota y por suerte la puedes contar! Un abrazo sr. Chato!
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Sobre miSoy Ivan Brehaut, o solo Ivan. Soy un apasionado de las artes y las ciencias naturales. Estudié ciencias forestales y ahora estudio periodismo y fotografía. Tengo dos hijos y una hermosa esposa. Viajero, lector y enamorado. Loco con certificado médico. Archives
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